El 22 de mayo del 2012 se cumplieron tres años del secuestro en
México del profesor Miguel Ángel Beltrán Villegas, quien fuera judicializado y
privado de su libertad por su pensamiento crítico. Tras dos largos años de un
juicio político colmado de irregularidades y en el que se le mantuvo
injustamente recluido en un pabellón de alta seguridad, el profesor Beltrán fue
absuelto de todos los cargos que se le imputaron, entre ellos el de “rebelión”
y “concierto para delinquir con fines terroristas”. Hoy, Miguel Ángel Beltrán
en coautoría con el abogado defensor de derechos humanos Wldarico Florez y la
estudiante de la licenciatura en Educación Comunitaria de la Universidad Pedagógica
Nacional, María Esther Rojas nos ofrecen esta reflexión sobre el delito político
en Colombia y la situación de los prisioneros políticos en las cárceles del
país.
Bogotá, Mayo 22 de 2012 |
LOS
PRESOS POLÍTICOS EN COLOMBIA
Y
LAS MENTIRAS OFICIALES
Por: Miguel Ángel Beltrán V.[1]
Uldarico Flórez Peña[2]
María Esther Rojas Z.[3]
*****
José Marbel Zamora, se formó
en los procesos de organización y lucha por la obtención de servicios públicos
y mejoras en las condiciones de vida del barrio Pablo Neruda de Bogotá (trabajo
orientado por la
Central Nacional Provivienda); posteriormente, en sus años de
estudiante de secundaria, ingresó a las filas de la Juventud Comunista
(JUCO) y fundó, junto con otros jóvenes que compartían sus mismas inquietudes,
el grupo teatral “Máscaras”. Eran los tiempos del proceso de paz del presidente
Belisario Betancur (1982-1986) y un nuevo movimiento surgido de esos acuerdos, la Unión Patriótica
(UP), se proyectaba en el país como una nueva alternativa política al
tradicional bipartidismo colombiano. Marbel se vinculó a este proyecto desde
una propuesta de educación popular que, muy pronto, ganó el reconocimiento de
la comunidad. Sin embargo, no tardaron en llegar las amenazas y los
hostigamientos por parte de miembros de la fuerza pública y de los grupos
paramilitares que actuando mancomunadamente trataron de exterminar
violentamente esta experiencia de trabajo popular. El asesinato de varios de
sus compañeros y los permanentes hostigamientos a que fue sometido le hicieron
cada vez más difícil mantener una vida pública, hasta que finalmente optó por
abandonar sus estudios de Derecho en la Universidad Autónoma
de Bogotá e ingresar a la red urbana de las FARC-EP
Como
miembro de esta organización armada, donde se hizo conocer con el nombre de
guerra “Chucho”, fue detenido el 29 de Octubre de 2008 en Coyaima(Tolima), en
un operativo militar adelantado por el
Ejército Nacional. Durante cerca de catorce meses permaneció privado de la
libertad sin que se le informara el motivo de su captura y los hechos que se le
imputaban, en flagrante violación a los derechos del capturado consagrados por
el art. 303 (Ley 906/2004). En estas circunstancias, el 20 de abril de 2011, su
hijo presentó ante un juez de la
República el recurso constitucional de Habeas Corpus [1]
el cual fue resuelto favorablemente. En
su fallo, el juez segundo de menores de Bucaramanga, Juan de Dios Solano
Solano señaló que José Marbel Zamora Pérez llevaba preso en la Cárcel de Girón (Santander)
catorce meses sin que se le hubiera explicado el motivo por el cual fue
capturado, acusado o condenado; ni se le diera a conocer la autoridad que
adelantaba los posibles procesos en su contra. Ante esta aberración jurídica el
mencionado juez dispuso su libertad inmediata[2].
Rápidamente
los medios masivos de comunicación difundieron a nivel nacional e internacional
la noticia de que alias “chucho” peligroso jefe de las FARC, saldría en
libertad; el mismo presidente de la República Juan Manuel Santos refiriéndose a la
decisión señaló públicamente “que
hay algunas ‘manzanas podridas’ que no pueden ensombrecer la labor de la
justicia” (Caracol Radio. Abril 24 de
2011).
Fruto de todo ello, José Marbel Zamora (“Chucho”) jamás recobró su libertad.
Contrariamente fue torturado por la guardia del Instituto Nacional
Penitenciario (INPEC) adscrita a la
Cárcel de Palogordo tal como posteriormente lo corroboró el
dictamen de Medicina Legal. Tras su
entrega al comando de la Policía Metropolitana de Bucaramanga (en cabeza
del Brigadier General José Ángel Mendoza) es notificado de una sentencia
condenatoria del Juzgado Cuarto Penal
del Circuito Especializado de Descongestión de Bogotá.
[2] Juan de Dios Solano.
Habeas Corpus. Juzgado Segundo de Menores de Bucaramanga. Abril 22 de 2011.
*****
David
Rabelo Crespo inició tempranamente sus primeras experiencias de lucha social en
el Colegio Diego Hernández Gallego de Barrancabermeja (Santander), de donde fue
expulsado por promover una huelga estudiantil que reivindicaba mejores
condiciones de educación para los alumnos de este plantel, por lo que se vio
obligado a concluir sus estudios de bachillerato en el Colegio Unión Sindical
Obrera (USO), donde tuvo contacto con las movilizaciones de los obreros del
petróleo. En 1978 ingresó como mensajero en la Universidad Cooperativa
de Colombia (seccional Barranquillera) ascendiendo posteriormente a
bibliotecario, cargo en el cual se desempeñó por más de una década. Entre tanto
se vinculó al Sindicato de Trabajadores de este centro Universitario, del cual
llegó a ser presidente y desde donde lideró importantes luchas en los años
ochenta.
Su
inconformismo social ligado a sus permanentes inquietudes intelectuales, lo
llevaron a cursar la carrera de economía en esta misma universidad. Con gran
esfuerzo personal y obteniendo los mejores promedios académicos logró graduarse
como profesional, a tiempo que desarrollaba una importante actividad como
dirigente estudiantil, siendo uno de los fundadores de la Coordinadora Estudiantil
de Barrancabermeja. Con el tiempo David se convirtió en docente de la Universidad Cooperativa,
y director del Centro de
Estudios e Investigaciones Sociales (C.E.I.S) Seccional Barrancabermeja,
lugares desde donde ejerció su pensamiento crítico.
Como parte de esa generación
que alcanzó su mayoría de edad en los años ochenta se vinculó al proyecto
político de la Unión
Patriótica, sobreviviendo a su genocidio, aunque muchos de
sus más cercanos compañeros de lucha (entre ellos el representante a la Cámara Leonardo
Posada) fueron impunemente asesinados. Él mismo fue víctima de varios atentados
de los cuales salió ileso. A principio de la década siguiente David participó
como candidato a la Asamblea
por esa organización, alcanzando una significativa votación y para junio de
1992 asumió la Secretaría
de Hacienda del Municipio de Barrancabermeja, cargo que ocupó hasta su
nombramiento como Director de Valorización Municipal de esa misma ciudad.
Su impecable desempeño en la función pública, su
compromiso con los intereses populares, así como su papel como defensor de
derechos humanos, le granjearon la enemistad de las élites regionales que
vieron en David un peligro para sus mezquinos intereses y trataron de sacarlo
del escenario político recurriendo a un montaje judicial. Con ayuda de testigos
falsos se le armó un proceso por terrorismo, rebelión y homicidio, del cual fue
absuelto tras permanecer 27 meses privado de la libertad.
El 14
de septiembre de 2010 David Ravelo -en ese momento miembro del Comité central
del Partido Comunista e integrante del Movimiento de Víctimas de Crímenes de
Estado- fue detenido nuevamente bajo la sindicación de “concierto para
delinquir y homicidio agravado”, con base en la versión libre que rindiera el
paramilitar Mario Jaimes Mejía -‘El Panadero’- quien lo señaló como guerrillero
y autor intelectual del asesinato del candidato a la alcaldía de
Barrancabermeja, David Núñez Cala, ocurrido en 1991. Con anterioridad la Fiscalía de esa ciudad
había asumido la investigación no encontrando pruebas en su contra, pero
extrañamente el proceso fue trasladado a la ciudad de Bogotá por orden del
entonces Fiscal General Mario Iguarán quien decide vincularlo formalmente al
proceso, asignándolo a la
Unidad Nacional Antiterrorismo.
******
Las trayectorias
de vida tanto de José Marbel Zamora (“Chucho”) como de David Ravelo, procesados
hoy por “terrorismo”, “homicidio” y “concierto para delinquir”, ponen de
presente su situación de los prisioneros políticos en Colombia. En el primer
caso se trata de un rebelde que ha sido
reducido a prisión por levantarse en armas para tomarse el poder y derrocar el
régimen constitucional y legal vigente (prisionero
político de guerra); mientras que en el segundo caso se refiere a un
opositor político que es perseguido y encarcelado –recurriendo a un “montaje
judicial”- en su condición de reconocido miembro de organizaciones políticas y
sociales (preso político de conciencia).
Como
Marbel Zamora y David Ravelo son miles los prisioneros políticos que se hallan
recluidos en las más de 150 cárceles del país, a los cuales no se les ha
respetado el debido proceso y que conviven en condiciones que no garantizan las
normas mínimas internacionales para el tratamiento de personas privadas de la
libertad. No obstante el gobierno colombiano, a través de su Ministro de
Justicia, ha afirmado: “[Colombia]
es una democracia en donde no hay ni
delitos de opinión ni cosas remotamente parecidas. Quienes están privados de la
libertad lo están en condición de sindicados o en la de condenados en razón de
haber infringido o, porque se presume de haber infringido, las leyes de
carácter penal y solamente por ello. Que haya una persona presa por simpatizar
o por no simpatizar con alguien; eso no existe en Colombia y no constituye
infracción a la ley penal colombiana. Tal situación es solo propia de las
autocracias y de las situaciones dictatoriales” (El Nuevo Siglo.co, abril 4 de 2012).
En
el mismo sentido se ha pronunciado el vicepresidente de la República, Angelino
Garzón, quien afirma enfáticamente “El
Estado en Colombia no puede aceptar bajo ninguna circunstancia la existencia de
presos políticos, eso sería aceptar la legalización de las organizaciones
armadas ilegales y eso no lo vamos a hacer porque son contrarias a la
democracia, son contrarias al derecho de la población a vivir tranquilamente,
en bienestar y en paz" (El Universal, marzo 18 de 2012). Incluso,
destacados juristas como el ex magistrado de la Corte Constitucional
José Gregorio Hernández señalan que “Aquí no se ha perseguido ninguna
ideología que se oponga a las ideas del Estado: lo que hay es un grupo de
guerrilleros vinculados a todo tipo de delitos, incluso de lesa humanidad, que
no son políticos” (El Tiempo,
abril 10 de 2012)
José Marbel Zamora, “Chucho”. |
No es la primera vez que el Estado
colombiano, niega la existencia de presos políticos. En el pasado otros
gobernantes lo han hecho con el propósito de deslegitimar la lucha social y
política, y ocultar las realidades de un conflicto armado y social que se ha
prolongado por décadas. El actual gobierno ha recurrido a este argumento para
prohibir el ingreso de una comisión de verificación de las cárceles, encabezada
por Piedad Córdoba e integrada por reconocidas personalidades políticas y
sociales del continente. En este
sentido, nuestro interés en este artículo es contribuir a este debate en torno
a los presos políticos en Colombia, partiendo de
presentar un recorrido histórico de lo que ha sido el delito político en la
historia y la legislación nacional, para luego abordar algunas elementos
relacionados con la difícil situación que viven los presos políticos en la
cárceles del país y cuya existencia pretende ser negada por el Estado
Colombiano.
EL DELITO POLÍTICO: UN BREVE PANORAMA
HISTÓRICO
El
delito político en Colombia ha tenido una larga trayectoria en la historia del
país: ya desde finales del siglo XVIII y comienzos del XIX las primeras
expresiones de lucha contra el poder colonial lideradas por criollos y mestizos
fueron calificadas de “sediciosas” y en algunos casos tratadas como “delitos de
lesa majestad”. Un ejemplo de ello lo constituyó la revuelta comunera (1781),
que de ser un movimiento de protesta
contra la mala administración colonial pronto se transformó-bajo el liderazgo
de José Antonio Galán- en un movimiento de amplio apoyo social que puso en
cuestión las bases mismas de la dominación española, agitando la divisa: “unión
de los oprimidos contra los opresores”.
Una
vez derrotado el levantamiento, sus promotores fueron juzgados por los
tribunales y oidores de la
Real Audiencia. La condena contra el líder comunero y
sus lugartenientes, constituyó, en
palabras del jurista Jaime Pardo Leal el primer consejo de guerra que se siguió
en el Virreinato de la
Nueva Granada “y era un proceso en el que se fundamenta el
fallo contra los acusados: Galán y sus compañeros como practicantes de los
delitos de sedición, delitos de subversión, delitos de enfrentamiento atrevido
contra el poder colonial[1]”.
La sentencia de muerte dictada por los jueces, tenía un propósito
ejemplarizante y, en tal sentido, disponía su ejecución inmediata sin derecho a
súplica ni recurso jurídico alguno.
Una
década después el criollo Antonio Nariño -que en ese momento se enroló en las
milicias santafereñas con el propósito de combatir las huestes comuneras
encabezadas por José Antonio Galán y Francisco Berbeo- se vería involucrado en un proceso por
sedición al traducir e imprimir el texto de “Declaración de los Derechos del
Hombre y el Ciudadano”. Para
argumentar su defensa, asumida por él mismo ante la renuencia y temor de sus copartidarios, Nariño se apoya en los textos tomados de la Summa
Teológica de Santo Tomás de Aquino y de la doctrina
política española expresados en El
Espíritu de los Mejores Diarios y Las Leyes de Partidas, estas últimas inspiradas en las leyes consuetudinarias
ibéricas de origen medieval. En su escrito presentado para responder a los
cargos que se le imputan, Nariño trata de mostrar a sus jueces que la Declaración de los
Derechos del Hombre que él tradujo y publicó, no eran documentos subversivos ni
contenían nada contrario a los libros admitidos por la nación.
El proceso judicial contra
Nariño culmina con una sentencia de 10 años de presidio en África y su
destierro perpetuo de los territorios de América. Sin embargo, éste logra
evadirse de sus captores y a finales de 1796 regresa clandestinamente al
país donde nuevamente es hecho
prisionero. Con la coyuntura asociada al “grito de Independencia” (1810)
recupera su libertad y tras ejercer la presidencia del Estado de Cundinamarca,
parte al sur a enfrentar los ejércitos realistas que amenazan la precaria
independencia alcanzada por las provincias Neogranadinas, y allí nuevamente es
hecho prisionero. La trayectoria de vida de Nariño es sin duda la más clara
expresión de un perseguido político por sus ideales libertarios, a raíz de los
cuales pasó la tercera parte de su existencia preso en las mazmorras españolas.
Con la reconquista española (1815), numerosos criollos y
mestizos que habían participado de una u
otra manera en el proceso de lucha por la autonomía e independencia de las
colonias respecto a la corona, bien integrando o apoyando las Juntas Patriotas
de gobierno, bien tomando las armas contra el poder colonial, fueron llevados ante tribunales militares y sentenciados a muerte por el delito de “lesa
majestad” en la persona de Fernando VII, quien había retornado al trono luego
de que fuera mantenido en prisión por orden de Napoleón durante la invasión de
sus ejércitos a España.
Tras la independencia de
España y la conformación de la
República, nuevos acontecimientos dieron vida al delito
político. Es conocida la conspiración del oficial español José Sarda (1833)
contra el general Francisco de Paula Santander, durante la segunda
administración de éste. Dicho levantamiento fue sofocado con la aplicación de
la represiva ley l3 de junio de 1833, promulgada pocos meses antes de los
hechos. De los cuarenta y seis (46) enjuiciados por el Tribunal de
Cundinamarca, a veintiocho (28) de ellos se les conmutó la pena de muerte por
orden presidencial. Sin embargo, poco después fueron recluidos en las inhumanas
prisiones de Cartagena donde la gran mayoría murió a consecuencia de sus
inhóspitas condiciones. El mismo Sarda que logró fugarse antes de los
fusilamientos fue delatado y asesinado en el lugar que le servía de refugio[2].
Pocos años después, y ya bajo la administración de José Ignacio de
Márquez se dictó la ley 27 de junio de 1837, que da vida al primer Código Penal Colombiano, teniendo como base
el proyecto preparado por el Consejo de Estado y presentado por el gobierno del
General Santander, en 1834. El mencionado código definía la rebelión como: “el
levantamiento o insurrección de una porción más o menos numerosa de súbditos de
la República,
que se alzan contra el Gobierno supremo constitucional de la Nación, negándole la
obediencia debida, o procurando sustituirlo o haciéndole la guerra con las
armas”[3]. Los
delitos políticos originaban la declaratoria de traición e infamia y, los
autores principales se les condenaba a la pena de muerte"[4].
Esta normatividad aunque se mantiene vigente durante varias décadas,
sufre algunas modificaciones significativas en lo relacionado con el trato al
opositor político. Así, La ley del 26 de mayo de 1849, dictada bajo la
administración de José Hilario López, suprime la pena de muerte, los trabajos
forzados, el presidio, la reclusión, la infamia y la vergüenza pública, y las
remplaza por la expulsión del territorio nacional para los delitos
políticos. Posteriormente, el código
Penal de 1873 ahondará en esta legislación
estableciendo la abolición de las penas de muerte y las infamantes, y
colocando límites a las corporales.
Cabe advertir que este cambio de legislación se produce en el marco de
innumerables guerras civiles nacionales y regionales que si bien cuentan con
motivaciones políticas y sociales, tienen la particularidad de ser
enfrentamientos entre miembros de las mismas élites configurando una
constelación de triunfadores y perdedores.
Cada contienda civil se cierra, por lo general, con la imposición por
parte de los vencedores de una nueva
constitución que, a su vez, deja abierta la puerta para nuevos enfrentamientos
donde la lucha armada aparece como la vía extrema para el reconocimiento del
adversario político que ha sido excluido del escenario político.
En los tres últimos lustros del siglo XIX en Colombia -con el triunfo
del “proyecto regenerador”- se trató de impulsar un orden social basado en la
religión católica, la exclusión del opositor político y la persecución contra cualquier expresión de
protesta social, como modelo para retornar al país a la senda del “orden y las
buenas costumbres”, según lo expresaran sus máximos gestores, Miguel Antonio
Caro y Rafael Núñez. La tristemente famosa “Ley de los Caballos” que limitó
drásticamente la libertad de expresión y el derecho a la organización es
expresión de estas medidas represivas utilizadas como mecanismo para amordazar al adversario político que nuevamente se ve
impelido a la guerra. La ley 19 de 1890 que dio vida al
Código Penal de ese año siguiendo los lineamientos "regeneradores" de
la Constitución
de 1886, retoma elementos de la legislación de 1837, restableciendo la pena de
muerte, la cual será abolida muchos años después con el acto legislativo Nº 3
de 1910. Desde entonces transcurrieron
cuatro décadas de hegemonía conservadora, antes que se elaborara un nuevo
proyecto de Código penal.
La movilización social de la naciente clase obrera,
que encuentra en la huelga bananera de 1928 su bautizo de “sangre y fuego”, así
como la protesta de sectores medios y del estudiantado universitario, influidos
por el movimiento continental de Córdoba, presionan un cambio de régimen que
obliga al reconocimiento de nuevos derechos políticos y sociales hasta entonces
ignorados por los gobiernos de turno. Es de advertir que antes de consagrarse esta nueva legislación, muchos de
los sobrevivientes de la masacre de las bananeras han sido enjuiciados bajo los
delitos de sedición y rebelión, por su participación en la lucha sindical
obrera.
Con la ley 95 de 1936 (Código Penal), expedida
durante la primera administración del presidente Alfonso López Pumarejo
(1934-1938), la
rebelión es definida como "[...]
Alzamiento en armas para derrocar al gobierno nacional, legalmente constituido,
o para cambiar o suspender en todo o en parte el régimen constitucional
existente, en lo que se refiera a la formación, funcionamiento o renovación de
los poderes públicos u órganos de la soberanía"[5].
La
mencionada legislación establece una diferenciación entre los sujetos activos
que promueven, encabezan o dirigen la rebelión, los que tienen alguna
responsabilidad de mando y los que han sido reclutados por los rebeldes.
Clasificación que constituye la base para la penalización del delito. Al mismo
tiempo afirma la exclusión de la responsabilidad por las muertes y lesiones
causadas en combate. Debate que hoy cobra particular actualidad porque toca con
la complejidad misma del delito de Rebelión. El articulado del Código Penal de
1936 considera que "los rebeldes no
quedarán sujetos a responsabilidad por las muertes o lesiones causadas en el
acto de un combate; pero el homicidio cometido fuera de la refriega, el
incendio, el saqueo, el envenenamiento de fuentes o depósitos de agua, y en
general los actos de ferocidad o barbarie, darán lugar a las sanciones
respectivas, aplicadas acumulativamente con las de rebelión"[6].
Cabe anotar lo dicho en su momento por Carlos Lozano, quien propuso en la Comisión redactora un
artículo que incluía dentro del tipo de rebelión los actos propios de la misma,
el cual es como sigue: "En el
artículo se encuentran todos los elementos del delito complejo y consagra,
además, la aplicación práctica del principio sentado en la parte general, de
que los delincuentes políticos forman una categoría aparte y deben ser Juzgados
con benignidad [...] Es evidente que para la ejecución de un delito político es
preciso en la mayoría de los casos cometer delitos comunes conexos con los
delitos políticos, y sería absurdo que por esos delitos conexos sojuzgara al
delincuente político con un criterio diferente del de la categoría de
delincuentes a que ellos pertenecen". De este modo, los miembros de la Comisión redactora
rescatan la "complejidad" del delito político para diferenciarla de
la conexidad de ellos con otros delitos en principio considerados comunes.
El general y jefe de la policia nacional, Oscar Naranjo, en entrevista con el director de Caracol Radio, Arismendi. |
Dentro del tratamiento dado al opositor político en esta legislación
cabe mencionar, también, las competencias para conocer los delitos de rebelión,
sedición y asonada; los beneficios de los que gozan los sindicados y los
antecedentes de lo que hoy se tipifica como “Terrorismo”.
Por un lado, el conocimiento de estos delitos correspondía a los jueces
superiores y los sindicados no gozaban del beneficio de excarcelación; por
otro, en el Título VIII, dentro de los llamados “delitos contra la salud e integridad colectivas”, excluía de la
categoría de delito político el lanzamiento de explosivos o sustancias
inflamables, gases o bombas, contra personas o edificios, es decir el elemento subjetivo que movía la conducta
del agente no era tomado en consideración.
En este orden de ideas, puede decirse que el código penal de 1936 en
términos generales otorgaba un trato
benigno a los opositores políticos, en la medida en que no consideraba la
existencia de una confrontación social y política que amenazara las bases
mismas del statu quo existente. Sin embargo esta situación cambia a partir de
los sucesos del 9 de abril 1948 cuando, a raíz del asesinato del líder liberal
Jorge Eliécer Gaitán se generalizan los hechos de violencia en todo el país.
Por un lado los rebeldes empiezan a ser juzgados por asociación para delinquir
y delitos conexos, dejando de lado el reconocimiento a la complejidad de la
acción del rebelde (esto se mantiene hasta la amnistía de 1954). Por otro lado,
la permanente aplicación del Estado de Sitio con el fin de restablecer "el
control social" ante el conflicto vigente, favorece la implementación de
una normatividad penal altamente represiva como los llamados “consejos verbales
de guerra” que entrega la investigación y el juzgamiento de los rebeldes a los
estamentos militares.
ESTATUTO DE SEGURIDAD, JUSTICIA PENAL
MILITAR Y CRIMINALIZACIÓN DE LA PROTESTA SOCIAL
Julio César Turbay, Estatuto de seguridad. |
A finales de los años sesenta y comienzos de los
setenta, Colombia vive una creciente
agitación social. Las luchas reivindicativas del movimiento campesino,
estudiantil y obrero, se multiplican, alcanzando su expresión unitaria en el
Paro Cívico Nacional del 14 de septiembre de 1977, bajo el gobierno de Alfonso
López Michelsen (1974-1978) y, ya al finalizar la década, el movimiento
guerrillero incrementa sus acciones político-armadas, esta vez tomando como
escenario las zonas urbanas. Para hacer frente a la creciente protesta social,
el nuevo presidente Julio César Turbay (1978-1982), sistematiza una serie de
medidas represivas que se condensan en el Decreto 1923 de 1978, conocido como
"Estatuto de Seguridad". A la sombra de éste se generalizan las
persecuciones, detenciones y torturas tanto a activistas populares como a
sectores críticos, generando una crisis de los derechos humanos en el país.
A estas medidas se sumó la prerrogativa de la Justicia Penal
Militar para investigar y juzgar durante los períodos de Estado de Sitio,
determinados delitos cometidos por civiles. Este recurso se había restablecido
desde 1965, pero bajo el gobierno de Turbay adquiere particular gravedad, al
punto que cerca del 30% de los tipos de delitos contemplados por el Código Penal
pasan a ser competencia de los jueces militares[7],
entre éstos los de contenido político como la rebelión, la sedición y la
asonada. De este modo, los ciudadanos fueron sometidos a una jurisdicción en la
que el Juez de la causa era un comandante de unidad militar, y en la que el
Fiscal o acusador, los Vocales o jueces de conciencia, el asesor jurídico y
hasta el defensor de oficio, no sólo eran subalternos del primero sino que los
nombraba él. Con tal sistema resultaba imposible esperar un proceso equilibrado
y justo, máxime cuando el sumario, el juicio y el fallo se hacían durante la
audiencia pública; las pruebas se pedían allí mismo y solamente podían
practicarse en el recinto donde se realizaba ésta. El defensor se nombraba en
esa etapa procesal -cuando no estuviere ya actuando como apoderado- y disponía
de tres horas para preparar la defensa del procesado, contadas a partir del
momento en que se leía el cuestionario que contenía la específica acusación. Se
violaba así el principio constitucional del debido proceso con defensa real[8].
Pero el “Estatuto de Seguridad”
iba más allá de la ampliación del fuero militar para juzgar civiles. Lo
verdaderamente novedoso era la calificación de “terrorismo” que se le otorgaba a cualquier manifestación de lucha
popular. Así lo expresa claramente cuando en sus considerandos señala:
"Que periódicamente se han venido reiterando y agudizando las causas de
perturbación del orden público, que crean un estado de inseguridad general y
degeneran en homicidios, secuestros, sedición, motín o asonada, o en prácticas terroristas dirigidas a
producir efectos políticos encaminados a desvirtuar el régimen republicano
vigente o en la apología del delito..."
La aplicación del artículo 3 del estatuto "asociación para delinquir" permitía que se acusara a los
activistas políticos por este delito. Este artículo contemplaba la simple
asociación para delinquir, aumentando la pena (como ocurre en todo el estatuto)
de 5 a 14
años. Pero además establecía cuatro modalidades del delito, antes cobijadas en
otros tipos (robo, extorsión, daño en cosa ajena, etc.); todas presuponían la
existencia de bandas o cuadrillas de tres o más personas armadas, fijando penas
de prisión de 10 y 15 años. Esto explica el uso que se hizo de este artículo al
momento de sindicar, juzgar y condenar.
Por primera vez la legislación colombiana crea el delito de "perturbar el orden público" y "alterar el pacífico desarrollo de las
actividades sociales" (artículo 4). El derecho de reunión, a la
movilización, la protesta social, la huelga, en la práctica eran criminalizados
y clasificados en tres modalidades: a) causar o participar en "perturbaciones
del orden público" o alterar el pacífico desarrollo de las actividades
sociales (pena de uno a cinco años); b) cometer homicidio en circunstancias de
perturbación del orden público (nueva causal de agravación del homicidio, con
pena de 20 a
24 años) y c) causar lesiones personales a otro, en perturbación del orden
público, independientemente de la gravedad de las lesiones (con pena de uno a
diez años).
Las formas de protesta popular también recibieron el tratamiento
delincuencial con la implementación del artículo 7, que contempla el arresto
inconmutable hasta por un año a quienes ocupen lugares públicos o privados para
presionar decisiones de las autoridades (es decir, mucho de los mecanismos de
lucha utilizados por los sectores populares); también a quienes porten
injustificadamente objetos utilizables para cometer infracciones contra la vida
e integridad de las personas. El derecho a la información y el porte de
propaganda en contra del régimen era criminalizada en el artículo 7, enunciado
f)[9].
En su afán de justificar estas
disposiciones señalaba el entonces presidente Turbay, un argumento que
repetirán incansablemente los presidentes de turno para justificar la
aplicación de medidas excepcionales contra las libertades públicas: “Al
gobierno –decía Turbay- no le es indiferente la suerte de la democracia
colombiana no puede, por cortejar una
efímera popularidad, permitir que se enseñoreen del país el crimen y la
anarquía revestidos con los falsos ropajes de la revolución social. Serenamente
el gobierno, con la invaluable colaboración del Congreso y de los partidos liberal y conservador,
avanza hacia la meta ambicionada de la absoluta normalidad”[10].
El crecimiento de las acciones guerrilleras en el campo
como en la ciudad, al igual que la actividad del movimiento social, en un
contexto de internacional generado por el triunfo de la revolución sandinista (1979)
y la profundización del conflicto en el Salvador, abre paso en el país a un
proceso de paz y negociación con los movimientos guerrilleros, auspiciado
por el gobierno de Belisario Betancur
(1982-1986). Este proceso resultaba de
suma importancia para el régimen político por la necesidad de recuperar su
legitimidad, fuertemente erosionada durante el gobierno de Turbay.
Tanto
el gobierno de Belisario (1982-1986), como los de Virgilio Barco (1986-1990),
César Gaviria (1990-1994) y Ernesto Samper (1994-1998), combinaron el impulso a
espacios de diálogo con la aplicación de políticas internas de criminalización
de la protesta social y “Terrorismo de Estado” donde la categoría de
"enemigo interno" fue asimilada –siguiendo los lineamientos de la Doctrina de la Seguridad Nacional-
no solo para calificarlos combatientes armados sino "cualquier nacional
ideológicamente cercano a él".
Paralelo a ello avanzó el proceso de diversificación de
la violencia, mediante modalidades como el paramilitarismo y el narcotráfico.
El asesinato selectivo de dirigentes populares, las masacres de campesinos se
extendieron a todo el país, particularmente
en regiones como el Magdalena Medio, los Llanos Orientales y el Urabá
antioqueño. Así mismo, la "guerra sucia" tuvo como blanco la Unión Patriótica(UP),
un nuevo movimiento político legal, con perfiles de izquierda, surgido de los
acuerdos de "Cese al Fuego, Tregua y Paz" (1984), que en el lapso de
una década fue prácticamente borrado “a sangre y fuego” del escenario político
colombiano.
La impunidad frente a estos crímenes estuvo garantizada por la
aplicación de una Justicia Penal Militar concebida y plasmada normativamente
como un fuero para garantizar el juzgamiento institucional de los militares que
delinquieran en ejercicio de sus funciones; de este modo, jueces escogidos
entre militares de mayor jerarquía, investigaban y fallaban los procesos
penales por delitos cometidos por miembros de las Fuerzas Armadas en el
ordinario desempeño de sus actividades castrenses. El grado de impunidad que se
alcanzó fue tal que la detención y desaparición de personas se llegó a
considerar un hecho relacionado con el servicio militar o policivo[11].En
otras situaciones -particularmente las relacionadas con graves violaciones a
los derechos humanos por parte de la fuerza pública (vb.gr. tortura, homicidio, genocidio)- se presentaban casos en que
el juez penal militar encargado de hacer la investigación había fungido como
comandante de los involucrados en dichas violaciones[12].
EL DELITO POLÍTICO EN LA CONSTITUCIÓN DE
1991: AVANCES Y RETROCESOS
Al finalizar la década de
los ochenta y comienzos de los noventa, los procesos de diálogo y negociación
entre un sector de la insurgencia armada y el Estado condujo a la desmovilización del Movimiento 19 de
abril (M-19), una fracción del Ejército Popular de Liberación (EPL), el Partido
Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y el Movimiento Armado Quintín Lame
(MAQL). El esquema de negociación con estas organizaciones supuso: amnistía, espacio político legal, favorabilidad
política, promesas de ayuda económica a condición de la desmovilización, entrega
de armas y su participación en la discusión y expedición de una Nueva
Constitución (febrero-julio de 1991). La Nueva Carta amplió el ámbito de los derechos
humanos y estableció mecanismos específicos para su protección; así mismo,
dispuso la creación de nuevas instituciones como la Fiscalía General
de la Nación,
que supuso la implementación del sistema acusatorio en materia penal, para
llevar a cabo la investigación de los delitos, instruir procesos y acusar a los
delincuentes; y la
Corte Constitucional, con la función de salvaguardar la Nueva Carta Política;
Estas instituciones que aparecían como un logro democrático de la constitución,
en la práctica veían comprometidas su independencia, ya que su designación
dependía de las decisiones del ejecutivo, el Congreso y las instancias
políticas.
En el ámbito del delito político la Constitución de1991
constituyó un avance en relación con su antecesora, pues son varios los
artículos que se refieren al respecto entre otros: el 35;150-17; 179-1, 2, 3; 201-2; 232-3; 299 y
el artículo transitorio 18 y argumentando que "el trato favorable a quienes incurren en delitos políticos está
señalado taxativamente en la propia Constitución. Por lo mismo, el legislador
quebranta ésta cuando pretende legislar por fuera de estos límites, ir más allá
de ellos".
En virtud de los artículos 12 y 13 transitorios de la nueva
constitución, se facultó al gobierno nacional para crear circunscripciones
especiales para los grupos guerrilleros que se reinsertaran. Esta alternativa,
sin embargo, estaba concebida para procesos con grupos insurgentes que se encontraban
política y militarmente derrotados, más no así para los que seguían activos. Además,
la oportunidad de la circunscripción de paz se limitó a una sola vez y con
ocasión de las elecciones del 27 de octubre de 1991. La facilitación para la
reinserción solamente se planteó por tres años.
La facultad que el artículo 30 transitorio le otorgó al gobierno para
conceder indultos o amnistías por delitos políticos o conexos fue una
oportunidad muy limitada toda vez que se contrajo a hechos ocurridos antes de
la promulgación de la nueva Constitución y a la que sólo tuvieron acceso los
miembros de los grupos guerrilleros desmovilizados bajo el patrón de
reconciliación establecido por el gobierno. Igualmente el Nuevo
Código Penal establecía normas en ese mismo sentido como el 467(rebelión), 468
(sedición), 469(asonada), 471 (conspiración) entre otros.
En síntesis, puede decirse que en Colombia los códigos penales no se han
ceñido a los parámetros mínimos establecidos en la normatividad internacional
de derechos humanos y del Derecho Internacional Humanitario. Más aún, siguen desconociendo los principios básicos
del debido proceso y, a cambio, conservan una marcada tendencia a
instrumentalizar el derecho penal para asegurar la implantación de las políticas
del establecimiento, que no precisamente pretenden garantizar los derechos
fundamentales de la mayoría de la población.
Desde una
mirada crítica se ve cómo los instrumentos jurídicos, su concepción y práctica
han incidido en la historia social y política de Colombia; partiendo del
convencimiento de que la legislación en Colombia, específicamente la
legislación Penal como instrumento de control, se ha convertido en mecanismo de
represión a todos lo que expresen de manera alguna, diferencia con el sistema,
el régimen y/o el gobierno en Colombia. Tendencia que se ha profundizado en las
dos últimas décadas, como veremos en las líneas siguientes.
LA “SEGURIDAD DEMOCRÁTICA” Y LA DESNATURALIZACIÓN DEL
DELITO POLÍTICO
Durante la década de los noventa, la política nacional
se ve marcada por las dinámicas internas del conflicto armado. Con los
gobiernos de Andrés Pastrana y Álvaro Uribe el conflicto social y armado se convierte en el eje central tanto
de las campañas como de las políticas de gobierno; en el caso de Pastrana se
orienta al establecimiento de un proceso de paz con las FARC, de la mano con
una modernización de las Fuerzas Armadas, la tolerancia frente a los grupos
paramilitares y la implementación del “Plan Colombia”, cuyos recursos son
rápidamente orientados hacia la lucha antisubversiva.
El fracaso de los
diálogos de paz con la guerrilla presentado -tras una intensa campaña
mediática- como producto de la intransigencia de las FARC[13] sirvió de
piso a las ideas agitadas por Uribe desde su campaña presidencial que logró
revestir de un cierto aire de soberanía y patriotismo, en el sentido de que no
era posible hacer diálogos con la guerrilla ni viabilizar acuerdos
humanitarios, priorizando así la solución militar, en un momento en que las
FARC y el ELN son incluidos en las listas terroristas de Estados Unidos y
Europa, lo que le da fuerza a la ayuda norteamericana que asimila la lucha
contrainsurgente con la lucha contra el narcotráfico. La tesis sobre la cual el ya electo presidente Álvaro
Uribe sustenta su llamada política de “Seguridad
Democrática” y de “Estado Comunitario” es que, la principal amenaza contra la
estabilidad del Estado y la democracia colombiana es el terrorismo, en el que se incluye todos los grupos armados
irregulares que “de manera expresa acuden
a la violencia, acuden al terror, para intimidar a los ciudadanos y para tratar
de instrumentar sus propósitos”[14] y cuya
derrota -y la de su principal aliado, el narcotráfico- requiere de la
colaboración de todos los ciudadanos y la solidaridad internacional de otros
países especialmente de la región.
Sobre dichas premisas se
articulan diferentes políticas y propuestas, entre otras: el establecimiento de
“zonas especiales de rehabilitación y consolidación” con el propósito de
ejercer un control efectivo sobre el
territorio y la población de áreas con alta presencia de grupos guerrilleros;
la aprobación de un estatuto antiterrorista y una “ley de alternatividad penal” encaminada a capturar personas,
estructuras y organizaciones civiles consideradas como redes de “apoyo de la
subversión”; el impulso a la “acción integral” de las Fuerzas Armadas, basada
en el incremento del pie de fuerza, la coordinación de las labores de
inteligencia y la protección de la población civil; la reincorporación a la
vida civil de combatientes armados, estimulada por una intensa campaña de
difusión de cuñas radiales y televisivas invitando a la desmovilización[15].
Las consecuencias de esta política –que con algunas
variaciones ha tenido continuidad en las políticas de Santos- no han sido otras
que el incremento del gasto militar, ahondando la crisis fiscal del país y el
fenómeno de la corrupción que se da al interior de las FFAA; un fracaso del
gobierno en su intento por recuperar aquellas zonas llamadas de
“rehabilitación” y donde la guerrilla ha tenido una gran influencia, agudizando
aún más el conflicto armado; una sistemática violación de los derechos humanos
de centenares de personas que han sido judicializadas como cómplices o
auxiliadoras de la guerrilla, sin que se respeten las más mínimas garantías
procesales y de presunción de inocencia.
Frente
al reconocimiento del delito político, el gobierno de Uribe asume una postura
contradictoria, ya que por un lado niega la existencia de esta figura
jurídico-política para la guerrilla pero, al mismo tiempo, otorga estatus
político a los miembros de los grupos paramilitares que han cometido delitos
comunes (secuestro, narcotráfico), y han desarrollado acciones armadas contra
la población civil (crímenes de lesa humanidad) desvirtuando, de esta manera,
el sentido del delito político, puesto que las organizaciones paramilitares no
sólo no se han levantado en contra del Estado sino que desde hace varias
décadas han sido auspiciadas y promovidas por el ejército contando, además, con
el respaldo de sectores políticos nacionales y regionales, gremios de la
producción y núcleos de narcotraficantes, con el claro propósito de aniquilar
cualquier expresión de oposición al régimen, como lo ha puesto de presente la
llamada “parapolítica”. Por otra parte, las motivaciones de los grupos
paramilitares lejos de buscar un fin político o altruista, han servido para
proteger y ensanchar la riqueza de terratenientes y narcotraficantes en todo el
territorio colombiano[16].
Frente al delito político, la
Corte aclara que este no desaparece del ordenamiento jurídico
nacional porque subsisten todas las normas de la Constitución que le
dan, en forma excepcional, un tratamiento favorable a sus autores; y, queda en
pie, especialmente, la posibilidad de que el Congreso, en la forma prevista en
el numeral 17 del artículo 150 de la Constitución, por graves motivos de conveniencia
pública, conceda la amnistía y el indulto generales por esos delitos políticos.
Por lo anterior es al Congreso a quien corresponde, en esa ley extraordinaria,
determinar los delitos comunes cometidos en conexión con los políticos y que
por ello quedaran cobijados por la amnistía y el indulto; y en el mismo sentido
cuáles no pueden serlo, por su ferocidad, barbarie o por ser delitos de lesa
humanidad. Además, considera que la
Rebelión es un delito autónomo y que la pena que consagra no
es de las más altas del código aunque se agreguen otros hechos punibles como
para autorizar la impunidad que proporciona la exclusión de pena[17].
El pronunciamiento de la alta corporación acaba definitivamente con lo
poco que quedaba del delito político. En la práctica, la rebelión se reduce
para quienes profesen ideas contrarias al régimen establecido o lo que se viene
conociendo como la criminalización de la protesta social, ya que, a partir de
este fallo, las únicas personas a las que se le reconocerá como rebeldes es a
aquellas que, sin haberse levantado en armas, desde su condición de dirigentes
sindicales o sociales o bien como defensores de los derechos humanos y/o
militantes políticos de la izquierda que actúa en la legalidad, protestan y
defienden la causa de la paz con justicia social o el poco patrimonio nacional
que no ha sido entregado a las multinacionales.
Finalmente, la Corte cierra su decisión
dando la estocada final al delito político al sostener que: "La ley penal que se ocupa del delito
político produce la exclusión de la pena precisamente en relación con el
elemento que resulta reprochable de este fenómeno criminal: el uso de la
violencia. La santificación de la guerra interna nunca puede ser el cometido
del derecho penal de una sociedad democrática que aspire a consolidar, sobre la
base del consenso y del respeto a los derechos fundamentales, el bienestar de
su pueblo"[18].
Para poder entender la incidencia que frente a la desnaturalización del
delito político tiene esta sentencia, cabe recordar que es de la esencia de la
rebelión el uso de las armas para combatir al Estado, y que el enfrentamiento
de los rebeldes contra éste lleva consigo el acaecimiento de combates entre las
fuerzas armadas del Estado y los rebeldes, en los que casi necesariamente se
producen muertos de lado y lado.
Tal situación genera dificultades a la hora de un proceso de diálogo
entre el Estado y los insurgentes con el objetivo de buscar una salida política
al conflicto armado. Pues como quedaron las cosas, los funcionarios judiciales
tendrían serios problemas para otorgar indultos o amnistías a los rebeldes.
Empezando porque los destinatarios de estas figuras jurídicas son los delincuentes
políticos y no los delincuentes comunes, condición a la que han quedado
reducidos con el malhadado fallo de la Corte Constitucional.
Tal decisión constituye un serio obstáculo a los procesos de diálogo y
negociación.
LA CRÍTICA REALIDAD DE LOS PRESOS
POLÍTICOS EN LAS CÁRCELES COLOMBIANAS
Un rápido diagnóstico de las condiciones que padecen las personas
privadas de la libertad en Colombia coloca de presente los graves problemas de
hacinamiento que según la
Fundación Comité de Solidaridad con los Presos Políticos
alcanza el 38.1%, lo que quiere decir que por cada 100 plazas disponibles hay
138 personas, cifra que supera con creces los niveles de sobrepoblación
critica, establecido por los estándares internacionales en el 20%. En algunas
cárceles como la de Villahermosa (Cali) alcanza proporciones alarmantes ya que
cuenta con 4.389 internos, siendo su capacidad apenas para 1.611 hombres. No
sorprende entonces que en una celda de 5 x 4m, con solo dos planchas cohabiten
hasta 5 o 6 internos. Esto sin contar que en muchos casos los presos deben
dormir en los corredores, escaleras e incluso en espacios destinados a
actividades colectivas lo cual constituye un verdadero atentado contra la
dignidad humana.
Esta situación no es nueva ya “durante
las inspecciones judiciales realizadas a múltiples cárceles en el año 1998, fue
necesario suspender las diligencias en horas de la noche, ante la imposibilidad
de caminar sin pisar las cabezas de los reclusos que estaban acostados en el
suelo”[19].
Desde entonces las denuncias sobre las condiciones que tienen que soportar los
presos no sólo han sido constantes sino
que se han hecho aún más críticas. La Contraloría General
de la República
de Colombia ha establecido que en penales como La Picota o Jamundí, por
ejemplo, “la luz solar no entra de manera directa sobre los internos y ni
siquiera por un tiempo limitado”. No puede olvidarse que este hecho ha sido
reconocido por el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, como constitutivo de una violación de la
dignidad de los reclusos.
El problema de hacinamiento que enfrentan las cárceles colombianas
también ha sido denunciado por instituciones internacionales y Gobiernos
extranjeros. La Oficina
del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y el
Departamento de Estado de los Estados Unidos, han advertido que los prisioneros
colombianos sufren de malos tratos por parte de la guardia penitenciaria,
producto del uso excesivo de la fuerza y el hacinamiento. Aunque han recibido
denuncias concretas de malos tratos a prisioneros en la cárcel de Valledupar,
estas entidades señalan que el problema pareciera ser transversal al sistema
penitenciario colombiano. De hecho, las condiciones en que viven los presos en
Colombia fueron tenidas en cuenta recientemente por el Tribunal Europeo de
Derechos Humanos para negar la extradición de una persona solicitada por las
autoridades colombianas para cumplir con una pena de prisión impuesta por
tribunales nacionales. De acuerdo con el Tribunal Europeo, el prisionero corría
alto riesgo de ser objeto tratos inhumanos durante su detención, producto de
las malas condiciones y de los abusos por parte de la guardia carcelaria.
Esa situación
de hacinamiento imposibilita la convivencia pacífica entre los internos y favorece la propagación de enfermedades
contagiosas y los centros de reclusión no cuentan con la infraestructura
adecuada para la atención de sus pacientes, de manera tal que la salud
constituye otro de los problemas estructurales que vive la población carcelaria,
agudizado por la ausencia de personal médico especializado y la restricción o
falta de medicamentos.
En lo que respecta a los alimentos de los internos resulta deplorable
tanto la calidad como las condiciones higiénicas de los mismos; sus
procedimientos de almacenamiento y manipulación no son los mejores y en muchos
casos los internos se ven obligados a consumirlos en estado de descomposición.
Esto para no hablar del desbalance dietético en el que abundan las harinas y
escasean las frutas.
Un análisis global de la situación carcelaria debe incluir dentro de su
diagnóstico además de las condiciones críticas de hacinamiento, salud y
alimentación, la sistemática violación de los derechos al trabajo y a la
educación (recurso previsto por la ley para la redención de pena); el
aislamiento de los internos o su traslado a centros de reclusión donde son
separados de su núcleo familiar como castigo por reclamar sus derechos
fundamentales; las condiciones indecorosas en que los internos deben recibir
sus visitas; la restricción injustificada en la comunicación con familiares y
abogados; así como el trato agresivo de la guardia.
Situaciones estas que son todavía más preocupantes en algunas
penitenciarias ubicadas fuera de Bogotá. Es el caso de la cárcel de Valledupar
donde los internos solo disponen de agua 5 minutos al día y deben hacer sus
necesidades en bolsas de plástico, por lo que es común que los orines y la
heces fecales inunden los pasillos; muchas celdas no tienen techo; no se
permite la posesión de espejos, ni siquiera de fotografías; los presos son
gaseados permanentemente y golpeados con brutalidad por la guardia de turno; la
visita conyugal debe ser atendida en cubículos sucios, colchonetas raídas y
baños repletos de excrementos orgánicos. Como si esto fuera poco, deben ser
sometidos a denigrantes requisas tanto a la entrada como a la salida, porque
hasta el envío de notas escritas a amigos y familiares está prohibido.
A causa de estos problemas estructurales del sistema
penitenciario y carcelario colombiano el “fin resocializador de la pena” no se
cumple o se cumple inadecuadamente. La resolución 43/173del 9 de diciembre de
1988 de la Asamblea General
de la ONU-que
establece el conjunto de principios para la protección de todas las personas
sometidas a cualquier forma de detención o prisión (especialmente los
principios 19 y 24), así como el artículo 10(3) del PIDCP reconocen que la
finalidad del régimen penitenciario es la reforma y readaptación social de las
personas privadas de la libertad. En este sentido, el Comité de Derechos
Humanos ha considerado que “ningún
sistema penitenciario debe estar orientado solamente al castigo; esencialmente,
debe tratar de lograr la reforma y la readaptación social del preso”. Para
lo cual el Comité resalta la importancia de la puesta en marcha de programas
educacionales y de capacitación laboral en los establecimientos penitenciarios[20]
Pese a las anteriores disposiciones internacionales que están recogidas
en la normatividad nacional[21],
el Estado Colombiano no viene cumpliendo con estas obligaciones, y son
numerosos los centros carcelarios que adolecen de una falta de planes de
educación y programas de capacitación laboral para los presos, así como
condiciones para su implementación. La ocupación laboral, la existencia de espacios de recreación y
expresión cultural, así como la asistencia en salud, son principios
prácticamente inexistentes en las penitenciarías colombianas.
Como
si esto fuese poco, el tiempo entre la captura y el juicio para un porcentaje
del 31% de la población excede el doble del tiempo que el Comité en otras
ocasiones ha considerado como violatorio de la obligación de tramitar los
procesos penales en un plazo razonable. Así mismo, el 51% de la población
reclusa de Colombia debe esperar durante un periodo de hasta seis meses entre
la captura y el juicio, tiempo considerado por el Comité como violatorio del
artículo noveno.
Relacionado con lo anterior, se ha mostrado que tampoco hay una adecuada
separación entre los detenidos que son sindicados y aquellos que han sido
condenados; algo similar sucede con los menores de edad que, en muchas
ocasiones pasan largos períodos de
detención con mayores de edad. Existen casos
documentados y condenas de tribunales nacionales en contra del Estado
colombiano, que prueban la ineficiencia de éste en la protección de la vida e
integridad de sus internos.
Como fórmula de solución al problema carcelario, el Estado ha impulsado
la construcción con dineros del “Plan Colombia”, de los Nuevos Establecimientos
de Reclusión del Orden Nacional “ERON”, cuyo régimen penitenciario basado en
los lineamientos trazados por el Bureau Federal de Prisiones de los Estados
Unidos van en contravía de los protocolos internacionales para el tratamiento
de personas privadas de la libertad, acrecentando la violación de los derechos
humanos de los reclusos: con celdas de 3x3.5m para 4 internos, con visita
conyugal de sólo una hora al mes, y visitas familiares cada 11 días, de martes
a domingo, en dos jornadas (un pabellón en la mañana y otro en la tarde),
impidiendo que aquellos que trabajan puedan hacer uso de este derecho; las
condiciones de atención de las mismas no son mejores en el ERON Bogotá que
dispone de 20 celdas conyugales para 3.576 internos[22].
Sumado a lo anterior, el Congreso de la República,
viene tramitando una reforma a la ley 65del 93 (Código Penitenciario y
Carcelario), en la cual no habido ninguna participación
de la comunicad carcelaria), que busca ratificar y endurecer la nueva cultura
carcelaria, con su política de crear más cárceles para una población carcelaria
que ya desborda los actuales establecimientos por su alto índice de
hacinamiento, con la violación que ello conlleva como torturas, violación de
DDHH, debido proceso, derecho de defensa, salud, educación, asociación y otros,
aislamientos, traslados, desconocimiento de los comités de derechos humanos,
mesas de trabajo, y diversas manifestaciones de organización de los presos.
Como muchas de las soluciones que ofrecen los gobernantes de este país
se trata, en el mejor de los casos, de “pañitos de agua tibia” aunque debería
decirse con mayor propiedad que “la cura resulta más mala que la enfermedad”.
Las protestas no se han hecho esperar: a escasos dos meses de su inauguración
las reclusas han entrado en huelga de hambre para rechazar la mala alimentación
y el maltrato por parte de la guardia, mientras que se han presentado varios
casos de fuga, dejando en claro que el problema no se resuelve simplemente
incrementando el número de establecimientos de reclusión.
Por otro lado, durante el mes de marzo los presos políticos y los presos
políticos de guerra hicieron una huelga de hambre a nivel nacional para
reclamar la cesación de la reiterada práctica de la tortura física y
sicológica; la sistemática negación de asistencia médica de la que son víctimas
por parte del estado (situación que los empuja a la muerte); las condiciones de
hacinamiento y vulneración que sufren al verse inmersos en patios carcelarios
con paramilitares, sin que sea respetado el DIH que contempla la separación de
presos políticos, y su no exposición a riesgos mortales, como es el caso en
Colombia. Los presos políticos en huelga de hambre alcanzó la cifra de
617, y fueron duramente castigados por la guardia. Esta huelga masiva es la
última de una serie de protestas que han sido absolutamente silenciadas por los
medios masivos de comunicación, e incluso muy poco visibilizadas por sectores
de izquierda que asumen con temor la solidaridad con los propios presos
políticos[23].
El día 12 de mayo de 2012, se llevó a cabo la Jornada las Cárceles al Desnudo, donde los
familiares de los detenidos en las cárceles de Colombia -hermanas, hijos,
madres y amigos- alzaron sus voces de protesta en contra de las condiciones de
reclusión;[24] al día siguiente, presos políticos junto con familiares,
amigos y defensores de derechos humanos, realizaron a nivel nacional una
jornada de protesta y sensibilización donde solicitan al Estado colombiano
varias peticiones entre ellas la rebaja del 20% de la pena para todos los
prisioneros y prisioneras del país, el traslado de todos los presos y presas a
sus sitios de origen familiar y procesal, no a la extradición de compatriotas,
reforma a la Ley
65/93 (Código Penitenciario y Carcelario),
con participación de los presos en igualdad de condiciones y Alternatividad
penal atendiendo las recomendaciones de la ONU para países denominados tercermundistas[25].
CONCLUSIONES
Es necesario que el actual Gobierno del presidente Juan Manuel Santos
saque del bolsillo “la llave de la
Paz”, para abrir un nuevo rumbo hacia la salida política al
Conflicto armado que lleva más de cincuenta años, le de aplicación a los
principios del DIH y reconozca que en
Colombia si existen prisioneros políticos y se les debe aplicar tal normatividad
para que de una vez por todas se expida una amplia y generosa amnistía para
todos los presos políticos.
El Estado Colombiano debe reconocer que en el enemigo militar hay un adversario u opositor político como presupuesto para
buscar salidas políticas. El tratamiento
de simples delincuentes -“amenaza terrorista”- a los integrantes de la insurgencia cierra los espacios para plantear diálogos o negociaciones.
Creemos que la búsqueda de salidas políticas al conflicto social y
armado que vive el país desde hace más de medio siglo pasa por admitir que las
organizaciones insurgentes colombianas NO son agrupaciones terroristas, sino
ejércitos insurgentes con un programa político nacional de hondo contenido
social, cuyas filas han sido engrosadas por sectores perseguidos por la
violencia estatal y víctimas de la exclusión social[26].
[1] Jaime Pardo Leal. “El
delito político en Colombia” en Iván David Ortiz. Jaime Pardo Leal" Escritos
Jurídico Políticos
Del Maestro Jaime Pardo
Leal. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.
[2]Cfr. Pedro María
Ibañez. Crónicas de Bogotá. Bogotá:
Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, 1952 (cap. LXV) y Soledad Acosta de
Samper. Biografía del general Joaquín
Acosta. Bogotá: Librería Colombiana, 1901 (Estos libros pueden consultarse
en la biblioteca digitalizada de la
Luis Ángel Arango. (http://www.banrepcultural.org)
[3]Iván Orozco Abad .
“Elementos para una fundamentación del Delito Político en Colombia: Una
Reflexión a partir de la
Historia” en Análisis
Político No. 9. Bogotá: IEPRI, Universidad Nacional de Colombia, 1990, p.
42
[4]Ibid.
[5]Arcesio Aragón.. Código
Penal. Ley 95 de 1936. Bogotá: Librería
Colombiana, 1938.
[6]Ibid.
[7]El
juzgamiento de civiles por tribunales militares, se mantuvo por más de veinte
años, hasta marzo de 1987, cuando la corte Suprema de Justicia lo declaró
inconstitucional.
[8] Entre los
consejos de guerra verbales realizados por la jurisdicción penal militar, cabe
destacar aquí por sus repercusiones, los realizados contra el Movimiento Pedro
León Arboleda (PLA); contra el Ejército de Liberación Nacional (ELN), como
presuntos responsables del homicidio del general Rincón Quiñones; contra
miembros de la
Autodefensa Obrera (ADO) por el homicidio del ex ministro
Pardo Vuelvas; contra dirigentes del Movimiento 19 de Abril (M-19) por los
casos del homicidio de José Raquel Mercado, toma de los periódicos El
Bogotano y El Caleño, el saqueo de las armas del Cantón Norte, la
incursión al departamento de Nariño por la columna dirigida por Toledo Plata,
entre otros. Así mismo, se debe recordar que en el período comprendido entre
1978 y 1992, pasaron por las brigadas militares aproximadamente 50 mil
personas, las cuales sin excepción denunciaron las torturas a que fueron
sometidas.
[9]Pero, a
pesar de que la Corte
Suprema de Justicia en sentencia de sala plena del 30 de
octubre de 1978 al revisar la constitucionalidad del decreto planteó la
inexequibilidad de este enunciado, en los fallos y en la investigación era
considerado delito el hecho de tener propaganda política.
[10]Alocución televisada
del presidente de la república, Doctor Julio
César Turbay Ayala, del 19 de abril de 1980, para analizar el informe de
Amnistía Internacional
[11]Aunque la Constitución Nacional
limita el fuero penal militar a los delitos relacionados con el servicio
(artículo 221), la interpretación jurisprudencial en el actual Consejo Superior
de la Judicatura
es relacionar con el servicio cualquier crimen que cometan los militares en
servicio activo comprendiendo las violaciones a los derechos humanos.
[12]Con el
nuevo código se rompió esa unidad inmediata entre el infractor y su comandante;
sin embargo, ello no ha implicado que la justicia penal militar haya ganado en
independencia e imparcialidad. El Comandante General de las Fuerzas Militares
es el presidente del Tribunal Superior Militar. La parte civil dentro del
proceso penal en Colombia es el sujeto procesal que representa a las víctimas o
sus familiares con el ánimo de contribuir al esclarecimiento de los hechos, el
castigo de los responsables y la indemnización por parte de los individuos que
resulten sancionados penalmente.
[13]Durante el tiempo en que se desarrollaron los diálogos la
llamada “zona de despeje”, el gobierno del presidente Andrés Pastrana
aprovecho, con la asesoría y la ayuda financiera de los Estado Unidos, para adelantar un honda modernización de las
Fuerza Militares y que se constituyó en la pieza fundamental sobre la cual el
presidente Álvaro Uribe erigió su
política de “Seguridad Democrática”
[14] Autores
Varios. Instituciones Civiles y Militares
en la Política
de Seguridad Democrática., Bogotá: Embajada de los Estados Unidos de
América, 2004, p. 348
[15] Gobierno
Nacional de Colombia. Política de Defensa y Seguridad Democrática.
Bogotá: 2003
[16] Cfr. A este respecto
ver el interesante estudio de Isabel Cristina Acosta Cortés. Colombia ¿El fin del Delito Político? Uso
político del Delito Político en el discurso Uribista. Tesis para la
obtención del Máster en Estudios Latinoamericanos. Instituto de Iberoamérica.
Universidad de Salamanca 2009.
[17]En
el artículo 93 de la C.N.
el Estado reconoce la primacía de los derechos humanos y del Derecho
Internacional Humanitario, que conlleva necesariamente a colegir que el
opositor político armado sería respetado en su dignidad, integridad y en su
vida en caso de ser capturado o por haber dejado de ser combatiente.
[18] Sentencia C-456 de
1997 de la Corte
Constitucional.
[19] Sentencia T-153/98. Corte Constitucional Magistrado Eduardo
Cifuentes
[20] Estos principios han
sido desarrollados También
ha sido desarrollado jurisprudencialmente por los fallos de cortes supranacionales,
como la Corte
Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Europea de
Derechos Humanos.
[21] En el ámbito nacional,
el fin resocializador de la pena se encuentra consagrado en los artículos 9°,
142 y 143 del Código Penitenciario, en el artículo 4° del Código Penal, y ha
sido desarrollado en los pronunciamientos de la Corte Constitucional:
“La función de reeducación y reinserción social del condenado, debe entenderse
como obligación institucional de ofrecerle todos los medios razonables para el
desarrollo de su personalidad, y como prohibición de entorpecer este
desarrollo. Adquiere así pleno sentido la imbricación existente entre la
dignidad, la humanidad en el cumplimiento de la pena, y la autonomía de la
persona, en relación todas con la función resocializadora como fin del sistema
penal”.
[22] Efraín Daza Cuevas y
Wilson Linares. “Nuevo Establecimiento de Reclusión del Orden Nacional
ERON-Bogotá” en El Faro. Informativo de la Picota. Edición
06. Bogotá, septiembre 2010, p.1
[23] Robles, Azalea. Modelo represivo y alerta humanitaria por
Hacinamiento carcelario en Colombia. Bogotá: versión digital, 2012. En este
trabajo de denuncia y apoyo a los presos políticos cabe destacar la labor que
han venido desarrollando organizaciones como la Fundación Comité
de Solidaridad con los Presos Políticos de Colombia; la Fundación Lazos de
Dignidad; la Brigada
Jurídica Umaña Mendoza, así como el colectivo de Abogados
“Alvear Restrepo” y el Comité Permanente de Derechos Humanos, entre otras
agrupaciones que no mencionamos aquí por razones de espacio, pero que han
cumplido un papel importante en dirección a superar esta situación de
invisibilización de los presos políticos colombianos.
[24] Comité de Solidaridad
con los Presos Políticos de Colombia. Informe Mayo de 2012. Estos eventos han
estado antecedidos por jornadas de solidaridad con los Presos Políticos de gran
significación como el encuentro “larga vida a las mariposas” (junio 2011) y el Foro
“Colombia Entre Rejas: En búsqueda de un
Camino para la Libertad
y La Paz” (marzo
2012), con la participación de importantes personalidades de la vida nacional;
organizaciones estudiantiles, sociales y defensoras de Derechos Humanos, así
como colectivos de presos y presas políticos de las cárceles del país.
[25] Fundación Brigada
Jurídica Eduardo Umaña Mendoza. Artículo. Mayo de 2012
[26]Cuando
todos los mecanismos de lucha pacífica fracasan, los agredidos por autoridad
tiránica tienen, dadas ciertas condiciones, el derecho inalienable a defenderse
con el uso de la fuerza: a entrar en insurrección contra la tiranía. En
este sentido, el artículo 94 de la carta política del 91 advierte que la enunciación de los derechos contenidos en el texto constitucional y en los instrumentos jurídicos
internacionales vigentes “no deben entenderse
como negación de otros que,
siendo inherentes a la persona humana, no figuren expresamente en ellos”. Por
ello el derecho a resistir no es un derecho negado por el constituyente
colombiano por el hecho de que no esté positivado. Es un derecho no enunciado o
innominado.